Cuando él ponía sus pies desnudos encima de la mesa baja del saloncito, le entraba la risa a ella.
¡Relajaros!, - les decía-.
Como si sus pies entendieran, y se acurrucaba junto a él, cubierta con una mantita.
¡Que pies más raros tienes!
El dejaba que ella continuara riéndose de ellos, sin importarle, en realidad la razón de esa forma con ese defecto le venia de muy lejos, claro que él la recordaba sin que ella se diera cuenta.
Con el mismo temor de todas las mañanas subía por los peldaños fríos del esqueleto metálico, con osadía, esa que dan los veintipocos aparejada a la inconsciencia.Trepaba por el andamiaje, con desparpajo, a pesar de los continuos vaivenes que se producían en la débil estructura con su ascenso, intentando dejar el miedo en el suelo firme.
Dicen que así se combate el miedo, enfrentándolo a la valentía.
El lo dejaba al lado del señor Eustaquio, peón de toda la vida, viudo por más señas y ya mayor, que lo miraba, aleccionandole:
-cuando llegues arriba, dobla los dedos de los pies, ¡como un gorrión!, -entiendes- y se ajustaba la boina.
- ¡Los gorriones no se caen!, sentenciaba.
Cuando llegaba a lo mas alto del andamio, se asomaba para verle y doblaba los dedos a través de los patucos ya deformes, como le había dicho, como aferrándose con ellos a un hilo imaginario, mientras pisaba el tablón, un espacio de apenas veinte centímetros de madera aún resbaladiza por la helada de la noche invernal.
En ese momento el señor Eustaquio chiscaba un cigarro y llenaba los cubos de cemento, los enganchaba a la soga y vociferaba: ¡tira! y el los subía con esfuerzo haciendo malabares en el tablón, que cimbreaba con el peso.
A medida que la gruesa pared para jugar a la pelota fue ganando altura sus temores crecían, no por la distancia que lo separaba del suelo, sino por la precariedad que lo alejaba de él.
Una mañana, cuando ya estaban a punto de concluir la pared en forma de ele y a una altura de doce metros, un compañero retiro una de las tijeras que sujetaban el armazón, por error y por precario del contratista que no puso más medios para la obra, como se puso de manifiesto en el juicio posterior al accidente, y este se derrumbo como un castillo de naipes.
Solo escucho un estrépito de hierros, tablones y ladrillos que caían hacia un lado y hacia abajo.
Eustaquio le grito: ¡sujetate, chaval! -mientras se llevaba las manos a la cabeza en un gesto de impotencia-.
¿Donde?, si todo se venia abajo.
El se quedo encima del tablón, de pies y sus dedos como garras sujetos al borde de la tabla.
¡Como los gorriones!
Todo se desmorono como fichas de domino, entre chirridos y golpes secos, en apenas unos segundos.
El aterrizo en el suelo, pegado al tablón, sobre una cresta de escombros, sin un rasguño.
Aquel día olvido el miedo a las alturas, en realidad quedo debajo de los escombros, lo extravió por un error y por un precario empresarial, como le gustaba recordarlo.
El, tiraba de la manta y se los cubría.
Sabes, -le decía, poniendo cara de recordar, " un día en la profundidad del invierno, finalmente aprendí que dentro de mí yace un verano invencible".
Los dedos de los pies, bueno, ¡esos aún siguen con el susto!.
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